Álvaro Bermejo

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EL GRECO Y CERVANTES

 

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EL GRECO Y CERVANTES
RETRATO DE DOS INICIADOS

 

Álvaro Bermejo

 

Este Amadís de Grecia a su manera navegó de Creta a Venecia como pintor de iconos. Su fama de artista extravagante le llevó a desairar al papa Pío V y aun al amo del mundo, Felipe II. Pero en la biografía de El Greco late otra historia bajo la historia oficial. Era de ascendencia judía, se formó entre los eremitas del monte Athos y en un inédito viaje a Moldavia descubrió la sabiduría oculta. Ya en Roma accedió a los cenáculos de una secta herética, la Familia Charitatis. Cuando llega a Toledo su obra rebosa emblemas esotéricos solo accesibles a los iniciados.  Tal vez El Entierro del señor de Orgaz sea el de Don Quijote y El Caballero de la mano en el pecho el retrato oculto de Cervantes. La novela y el lienzo se iluminan mutuamente para mostrarnos un camino hacia lo desconocido.

 

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EL ENIGMA GRECO

 

En apenas dos años, de 2014 a 2016, estamos celebrando los centenarios de dos creadores sin parangón en nuestra cultura: El Greco y Cervantes.  Además de ser contemporáneos, ¿se conocieron realmente? Los datos obran a favor de la conjetura. Cuando El Greco llega a Roma como invitado del cardenal Farnesio, Cervantes ejerce como "paje de camas" del cardenal Acquaviva. Ambos frecuentan al ilustre consejero del primero, Fulvio Orsini, tanto como a Benito Arias, el Montano, quien ejercía como bibliotecario de Felipe II. Montano había viajado  Roma por otra razón: liberar al arzobispo Carranza, encarcelado en Sant'Angelo bajo la acusación de herejía, por oponerse a la los estatutos de Limpieza de Sangre, también por defender la biblia Políglota de Plantino. ¿Quién era Plantino? Un impresor flamenco vinculado con una secta entre mística, gnóstica y hermética, la Familia Charitatis, cuyo maestro se hacía llamar Hiël, la Luz de Dios. Cuatro siglos después, cuando Roger Garaudy glosa la figura del Cretense, escribe: "En cada uno de sus lienzos la magia estaba presente". Sin saberlo acertó de lleno en el enigma que rodea a El Greco.

 

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LA CLAVE CRISTO

 

Hasta que salió de Creta no era más que un pintor de iconos, pero antes de llegar al taller de Tiziano pocos saben que pasó un tiempo de iniciación, primero en los monasterios del monte Athos, y luego  entre Valaquia y Moldavia. De ellos aprendió todo un canon compositivo que repetirá en  sus obras mayores del período español, también a poner el acento de sus retratos en la vivencia espiritual priorizando lo que él llamaba las "transfiguraciones", y, singularmente, a cifrar en sus lienzos claves esotéricas.

Lo vemos en el aura que sitúa tras la cabeza de sus Cristos: si la iconografía vaticana dicta que ha de ser redonda, Doménikos  la vuelve romboidal. El rombo es la "vesica piscis", la intersección de dos círculos o dos mundos, donde se concilian las tres raíces del Árbol de la Vida en la tradición cabalística. En su tiempo de Toledo añade una audacia más. Le encargan un Expolio de Cristo para la catedral. En vez de pintarlo despojado de sus vestiduras, lo plasma envuelto en una túnica de un intenso rojo carmesí. ¿No se trataba de plasmar la desnudez martirológica del Nazareno? Es justamente eso lo que hace. Mientras lo viste, lo desnuda  de todo su aparato escolástico para mostrarlo como un corazón irradiante elevándose hacia la gloria. Exactamente lo que predicaban los iniciados de la Familia Charitatis, perseguidos a sangre y fuego por la Inquisición.

 

HEREJES, CABALISTAS Y CONVERSOS

 

Tras su paso por Moldavia, todo ese aprendizaje secreto bien pudo haberse forjado en Roma, a cuenta de sus asiduidades con el familista Montano, y con Cervantes. Su pasaporte fue una de las obras que traía de Venecia y que repetiría hasta la saciedad: La expulsión de los mercaderes del Templo. Toda una declaración de intenciones -abiertamente reformistas, por no decir heréticas-, plasmada a las puertas del Vaticano. Pese a saberse bajo sospecha y el riesgo que comportaba hacerlo, Montano le animó a venir a España, un país que identifica -en su Liber generationis-, con la Paloma del Espíritu. Al ilustre hebraísta no se le escapaba que la diosa Ashera, la Paloma, se venera como la esposa de Yahvéh en la Cábala. La misma que aparece sobre el río Jordán  cuando Cristo es bautizado por Juan, y en la Anunciación de María.

Bautismo y anunciación, desvelamiento de una identidad e ingreso a una vida nueva. Si hoy parece probado que El Greco era de ascendencia hebrea, lo constata la filiación de todos sus protectores en España. Desde el deán de la catedral de Toledo, Diego de Castilla, hasta Andrés Núñez, el cura párroco de Santo Tomé, y desde Jerónima de las Cuevas -la que sería su mujer, aunque nunca llegaron a casarse-, hasta el regidor de la ciudad imperial, Gregorio Angulo, todos ellos eran reconocidos conversos. ¿Lo fueron también Cervantes y Montano?  El Greco responde por ellos: en uno de sus lienzos más insólitos, la Alegoría de los Camaldulenses, pinta un tabernáculo que contiene el Talmud, y traza siete caminos que alegorizan la Menorá, el candelabro de los siete brazos. En otro, La Virgen con el Niño, Santa Inés y Santa Martina, donde debiera aparecer un cordero aparece un león con las iniciales del pintor.

 

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El León de Judá oculto bajo los pinceles de El Greco asoma en el epicentro de una sociedad al acecho, católica hasta la paranoia, donde los familiares del Santo Oficio suben a los tejados por ver si las chimeneas de los sospechosos humean o no durante el Sabat, donde pintores como Alonso Cano levantan el pavimento de su casa si se enteran de que lo ha hollado un sefardita, y escritores como Quevedo denuncian a sus rivales, como Góngora,  acusándoles públicamente de falsos conversos, mientras Luis vives huye a Bruselas.

En medio de ese auto de fe permanente, Doménikos se instala en la judería de Toledo, cerca de la Sinagoga del Tránsito -otro emblema de su trayectoria, en tránsito permanente, así físico como espiritual-, y no tarda en ocupar los aposentos de un ilustre nigromante  como el Marqués de Villena, el demonio en persona.

 

EL GRECO Y DON QUIJOTE

 

Felipe II también tenía algo de eso. Si propuso a Juan de Herrera alzar la planta de El Escorial según las claves del Templo de Salomón, buscando un lugar de imantación para conseguir la piedra filosofal -un empeño constante alimentado por lo que el Rey Prudente llamaba su "Círculo Espagírico"-,  Villena, en las criptas de su palacio, ocultaba un laboratorio de alquimia y magia negra del que esperaba conseguir la inmortalidad. El Greco lo logró a su manera mientras mandaba al infierno al rey del mundo -una vez que este deploró su Martirio de San Mauricio-. Junto con el deán Castilla, le protegía el marqués de Fuensalida, otro converso, alma mater de la academia homónima que tenía su capítulo en los cigarrales del Tajo. Es muy posible que Cervantes, ya instalado en Esquivias, asistiera a sus reuniones. Si dos conversos como Núñez y Castilla la frecuentaban, la larga sombra de la Familia Charitatis no quedaría lejos.

 

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Retrato de Arias Montano y Sello de la Familia Charitatis

 

Pero hay más: en toda la obra de Cervantes, como en la de El Greco, resulta omnipresente el juego entre lo terreno y lo celeste, lo real y lo irreal, la locura y la razón o, lo que viene a ser lo mismo, la coincidencia alquímica de los opuestos. El Quijote sigue un canon bizantino, la novela dentro de la novela, paralelo al bizantinismo del Cretense, el cuadro dentro del cuadro. La doble verdad, la visible y la oculta, cifrada en la tensión entre las dos almas de El Greco, lo que vale por decir la de las dos Españas.

Sucede otro tanto con las figuras desmesuradamente dilatadas de El Greco. Puro manierismo, en apariencia. Pero también quijotismo, pues desde entonces nos figuramos al Ingenioso Hidalgo como un caballero muy perpendicular. O, por decirlo en palabras de Cossío: "como una llama en pos del éxtasis". Éxtasis iniciático, diríamos nosotros, guiado por esa paloma astral -la del Espíritu, pero también la de la Sabiduría Hermética-, que puede ser una tenue pincelada blanca en el iris de los retratos más enigmáticos de El Greco, como una parodia cifrada en la figura de Dulcinea del Toboso. Su nombre recuerda demasiado a fray Dulcino de Novara, padre de la herejía dulcinista y fundador de otra fraternidad, los Hermanos Apostólicos, precursora de la Familia Charitatis.

 

LA INICIACIÓN DEL CONDE ORGAZ

 

Todos están presentes en el lienzo más celebrado de El Greco y quizá también el menos conocido. Hablamos del Entierro del Conde Orgaz. Los miembros españoles de la Familia Charitatis acreditaban lecturas erasmistas y neoplatónicas. Su maestro, el flamenco Hiël, predicaba el consejo evangélico: "sed mansos como palomas, pero también astutos como serpientes". En aquella España obsesionada con la ortodoxia tridentina, donde la ascendencia judía es un estigma y todo extranjero es sospechoso de herejía, había que ocultarse, vivir en la clandestinidad, moverse con sigilo. Es así como El Greco pinta a sus hermanos, perfectamente reconocibles entre los comparecientes a El Entierro, ocultando en ellos una clave diametralmente opuesta: no asisten a un entierro, sino a un renacimiento alquímico, a una secreta iniciación ligada a los antiguos misterios.

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De entrada, la composición se ordena en dos planos dominantes -terrestre y celeste- que replican el precepto de la Tabla Esmeralda: Lo que está arriba es como lo que está abajo. ¿Qué es lo que los une? El ángel que ayuda a la elevación del alma del conde hacia una segunda trinidad, integrada por las figuras de la Virgen, Juan el Bautista y Jesucristo. Allá donde se cruzan los dos planos, la sección áurea del lienzo sugiere una estrella de David envolviendo el alma del conde y esta se nos muestra como un embrión, como una crisálida, ¿Cómo un homúnculo alquímico?  El marqués de Villena no vacilaría  en afirmarlo, pero cuando pinta, El Greco primero geometriza. Sigue la tradición pitagórica, según la cual el universo está contenido en una ecuación de números e ideas.

Volvamos al plano terrestre. Dibuja un rectángulo, cuyo número sería el cuatro, la Materia. El celeste, por su parte, forma un semicírculo, la Divinidad, cuya clave es tres. Cuatro más tres suma siete, la cifra de la Maestría. Multipliquemos siete por cuatro: nos da veintiocho. Exactamente la cifra de los comparecientes al presunto entierro. Retrata a la aristocracia de Toledo, pero no la de la sangre, sino la del espíritu. Están todos los familistas -Covarrubias, Núñez, Fuensalida- que fueron sus protectores. Dos de ellos, el monje del hábito gris y el paje, velan otro misterio: el de quienes ocultaron el armazón del Hombre de Palo. Hablamos de un autómata que recorría las calles de Toledo recabando limosnas. Pero, si era así, ¿por qué fue quemado? Tal vez porque era mucho más que eso. Una suerte de Clavileño, comparable a la cabeza parlante de la que habla Cervantes en El Quijote, y a la que se atribuían poderes adivinatorios, lo que la convertiría en un artefacto diabólico a ojos de la Inquisición.

 

DOS CABALLEROS ANDANTES

 

Para atemperar sus iras, El Greco pinta sobre el cuerpo de San Agustín el retrato del factótum de la Primada e Inquisidor general, el cardenal Quiroga. Pero, sin vacilar, plasma los de dos ilustres disciplinados por sus tribunales, el arzobispo Carranza y fray Luis de León, entre los santos. E incluso a Montano, el sumo oficiante de los familistas, con hábito agustino, al lado de su autorretrato. Es posible que a su espalda se insinúe el de Cervantes. Pero si su obra magna, El Quijote, es un libro de claves, aún resulta más plausible que ese cuerpo yacente a quien identificamos con el conde de Orgaz, sea el Ingenioso Hidalgo, caballero de la Triste Figura donde los haya, descabalgado de su andadura terrena y presto a renacer en el reino de los inmortales.

Bartolomé de Cossío lo dejó entrever. Hans Rosenkratz lo sugirió en su magnífico estudio "El Greco and Cervantes in the Rythm of Experiencie". Guillermo Morey llega a afirmar que El Greco pudiera haber sido el autor secreto de El Quijote. Desde entonces no han cesado de prodigarse las analogías entre el Cretense y el Manchego. Caballeros andantes a su manera,  heterodoxos en todo, únicos e irrepetibles, emparentados por la familia de Jerónima de las Cuevas, y más que probablemente hermanos en el misterio. España y Oriente, Grecia y Bizancio, están presentes en ambos. Y asimismo, ambos hicieron de la locura, o de la extravagancia, un artificio para salvarse del celo contrarreformista.

Para Platón la locura tenía un origen divino, formaba parte de los ritos de iniciación. En ellos se escenificaba una muerte virtual, entendida como el paso a una nueva vida. Es lo que subraya el alma del conde de Orgaz al elevarse hacia esa Estrella de David, emblema supremo de la Cábala, umbral de un renacimiento en la Luz.

 

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EL INGENIOSO HIDALGO

 

A lo largo de su disparatada epopeya, don Quijote no hizo otra cosa que cabalgar en pos de un ideal. Y Cervantes también. El Greco supo corresponderle finalmente con su retrato más enigmático. El mundo lo conoce como El caballero de la mano en el pecho. Nadie sabe a ciencia cierta quién es este hidalgo de severo porte y negra vestidura, aunque muestra indicios muy reveladores para cualquier observador perspicaz. Un hombro izquierdo, más derrumbado que caído, en consonancia con la empuñadura de su espada, centrada y no ladeada, delata a un manco: centra su acero para poder desenvainarlo sin necesidad de ayudarse con la otra mano. ¿De quién se trata? Nos lo va diciendo su rostro, aguileño, levemente asimétrico, de barba recortada y bigotes tan afilados como un estoque, también de  notable apostura y mirada grave, a quien solo le falta la celada arriba para remedar al inmortal caballero andante que nació de su pluma. Cervantes, ingenioso hidalgo donde los haya,  quería que su imagen fuera un enigma, tal vez porque  le fascinaba la esgrima de las palabras tanto como la de las armas. También porque adoraba los juegos de equívocos a la manera de los imbroglios teatrales a la  italiana. Pero había más: aunque entonces ya era un autor celebrado en media Europa, su deuda con la España que le maltrató hasta el fin de sus días seguía pendiente.

La ingrata patria que hoy le venera le llamó ladrón, traidor, putañero; no le regaló otros palacios que sus muchas prisiones, le pagó con el desdén tras la proeza de Lepanto, y nunca dejó de considerarle un desclasado sin rango ni abolengo.

 "Juro por mi honor que nada de lo que me acusáis es cierto", dice  con el lenguaje de las manos al llevarse su diestra al pecho, juntando los dedos centrales sobre su corazón, el santo y seña de los familistas. Acerquémonos un poco más, busquemos el detalle: sus dedos tocan la cadena de un joyel medio oculto en su herreruelo. Cerca del final de sus días, Cervantes ingresó en la Cofradía de los Esclavos del Santísimo Sacramento. ¿Se volvió beato? En absoluto. Sabía que sus hermanos estaban perseguidos y se cubrió con ese sello. Pero, en su reverso es muy posible que figurara el de los familistas, un óvalo en forma de corazón con el lema Charitas Extorsit, Dios y Amor, nada más que eso.

Se diría que al tiempo que retrata a Cervantes, El Greco se pinta  a sí mismo. "Para mí nació Don Quijote y yo para él" -escribió el Manchego en el epílogo de su novela-, "El supo obrar y yo escribir. Solo los dos somos para en uno". La frase define perfectamente la simultaneidad de conciencia entre estos dos creadores que compartieron un mismo viaje iniciático al Parnaso, como una vía de conocimiento del alma a través de la Belleza.

 

 

 

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Doménikos, el genio extravagante

 

DOMENIKOS, EL GENIO EXTRAVAGANTE

Álvaro Bermejo

 

 

"Creta le dio la vida, y los pinceles / Toledo, mejor patria

donde empieza / a lograr con la muerte eternidades". 

Hortensio Félix Paravicino

 

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Salvo que el estruendo de tanta pompa y circunstancia en torno al cuarto centenario de la muerte de El Greco haya acallado a quien lo recordase antes que yo, aún no he encontrado ni una sola reseña que trate del expolio. No me refiero al lienzo pintado por el genio cretense en 1577, sino al perpetrado en torno gran parte de su obra, y en particular a una que iluminó singularmente a Picasso cuando plasmó la que sería su primera gran ecuación cubista en torno a Las señoritas de Avignon. Basta un simple vistazo para advertir que el lienzo del malagueño no es sino una recreación del Quinto Sello del Apocalipsis que quien suscribe pudo contemplar en la Casa-Museo de Zuloaga, en Zumaya (Gipuzkoa), antes de que la familia del mismo nombre, para orgullo norteamericano y vergüenza nacional, lo vendiera al Metropolitan de Nueva York a cambio de un puñado de dólares.

 

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El Quinto Sello del Apocalipsis y Las Señoritas de Avignon

 

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Las Bañistas de Cèzanne

 

Por azares de la fortuna el desagravio ha venido a encallarse apenas a treinta kilómetros del crimen, bajo las formas de un libro sencillamente espléndido. Su título es El Greco. Historia de un pintor extravagante, lo firma Fernando Marías, y lo edita Nerea. Una editorial emplazada en lo que ha sobrevivido de la línea de costa de San Sebastián tras el tsunami y cuyas gestoras no cejan en el empeño de poner en pie libros definitivos de una calidad incontestable: Chanel íntima, Vidas infames, Devorar París. Picasso 1900-1907, Balenciaga, Solitudo Carnis, La muerte de la mujer Wang… Abruma un catálogo tan infinito, que en este caso rima con exquisito, en una editorial a la que le cuadra ese epíteto que Eduardo Chillida hacía extensivo a la entera ciudad de San Sebastián: de "escala humana".  La escala humana, en este caso, es mayúscula. Y el libro en cuestión, memorable.

Un texto más que cuidado, ilustraciones que te hacen sentir la pincelada y aun el pálpito de pintor. Con una prosa tan ágil como certera, cuajada de documentación, lúcida en cada análisis, Marías desmonta  buena parte de la batería de tópicos al uso acerca del pintor de Candía y propone una mirada nueva pero consonante con la impronta del cretense. Ni tan hermético como pretende la hagiografía, ni tan dócil como lo pintan, en absoluto español por más que hiciera de Toledo su segunda patria, ni mucho menos un adelantado de las vanguardias, por más que su obra inspirara, antes que a Picasso, al mejor Cèzanne y al último Kokoschka, y después a creadores de la talla de Pollock y Oppenheimer.

Ciertamente El Greco fue un pintor extraordinariamente moderno para su época, siempre que entendamos por modernidad una suerte de rebeldía no exenta de una rigurosa fidelidad a sus maestros. Tanto es el empeño por engarzarlo en la santísima trinidad de la escuela española -junto con Goya y Velázquez-, que apenas nadie quiere recordar que, antes de Tiziano y Venecia, El Greco fue un magistral pintor de iconos cuya técnica aprendió entre los monjes del monte Athos y también en los monasterios ortodoxos de Moldavia.

 

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De ahí viene su hallazgo de pintar en no pocos de sus lienzos el aura que rodea la cabeza de Cristo en forma romboidal -cuando la canónica, y esto lo dictaba Trento, seguía siendo la circular-.  Anatema para los integristas de la Suprema, pero asimismo suprema afirmación del genio tanto en su "manera" como en su visión, solo fiel a su más privada ortodoxia, heterodoxo en todo lo demás.

Cuando Europa entera cae rendida de admiración ante los frescos de Miguel Ángel, él solo ve a "un buen hombre que no sabía pintar". El que será el pintor más avanzado de su tiempo no renuncia a sus raíces orientales ni aun cuando es aceptado en el taller de ese emporio andante, tal vez la primera multinacional del arte, como era el taller de Tiziano.

"El Greco en España se liberó de Italia", escribe André Malraux, pero su matriz bizantina sigue bien patente en su obstinación por romper con la tradición perspectivista del Renacimiento -fingir en el plano la tercera dimensión-, construyendo muchos de sus lienzos capitales en total frontalidad. En 1750, cuando pinta ese enigmático cielo de la Crucifixión del Louvre, cielo dislocado, hecho jirones, veteado como mármol, lo hace como un inmenso plano hostil a toda sensación de lejanía. Otro tanto cabría decir del San Mauricio o de La Cena, cuya novedad estriba en mantener el dibujo barroco en movimiento suprimiendo aquello de lo que nació: la búsqueda de la profundidad.

 

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El martirio de San Mauricio y San Sebastián

 

Sucede algo semejante con los colores de su paleta. ¿Hemos dicho paleta? Craso error: El Greco pinta al óleo… pero como si lo hiciese sobre una vidriera: de lienzo en lienzo su cromatismo se inunda de una luz simultáneamente mineral y cristalina, forzada por su dominio del claroscuro, pero tan arraigada  a su prodigiosa materia como los rosetones de Chartres a sus plomos.  Esa vidriera presuntamente opaca que el haz de luz atraviesa y vivifica es la que perseguirá Picasso como un sueño, tantas veces recompuesto hasta lograr la alquimia suprema: convertir en inmanente el plano, el dibujo en plomo negro y los cuerpos hipostasiados en una dramática llamarada tan intensa que vuelve casi invisibles las rígidas tensiones geométricas de su composición.

 

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El Expolio y retrato de Jerónima

 

En cada uno de sus lienzos la magia está presente. Los contemplamos, no sabemos muy bien qué es lo que más nos atrapa. "Sus luces lívidas" -escribe Garaudy-, "sus relámpagos azulosos, sus formas angulosas y despedazadas rechinan de color". Pero ese color es más que color,  sus cuerpos se dilatan, levitan -a veces bizantinos, otras picassianos, tatarabuelos de los de su época azul-. Sus ojos nos miran a través de una pátina líquida, simultáneamente acuosa y ardiente, etérea y profunda, como si mirasen tanto al interior como a lo desconocido, a lo ilimitado, a lo infinito, como es infinito El Greco.

 

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En el anecdotario del cretense suele resaltarse el desdén de Felipe II hacia el portentoso San Mauricio de El Escorial y callar de paso, el desdén paralelo con que veinte generaciones sucesivas relegaron el "descubrimiento" de El Greco al advenimiento de la modernidad. Le sobra razón a Marías cuando afirma que "la fascinación moderna por El Greco tiene, además de una vertiente estética, una vertiente económica" -por lo que esta comporta de comercial-. Sucede como si a la mala conciencia nacional de repente le hubiese atacado un furibundo mal de san Vito por aggiornarlo y españolizarlo, al tiempo que se multiplican las adhesiones inquebrantables a su obra que nos convertirían a todos en los más perspicaces adelantados de las vanguardias. Ni era un expresionista avant la lettre, como afirma Marías, ni un siniestro abducido por las pinturas negras dos siglos antes de Goya. Solo desde el analfabetismo ilustrado que nos ocupa cabe confundir expresionismo y manierismo, de la misma manera que la negritud de El Greco se duele más de la incuria patria que de cualquier otro propósito escatológico. Marías  nos recuerda que El Caballero de la mano en el pecho tenía un precioso fondo gris y que el  San Luis rey de Francia perdió los celajes que lo rodeaban, porque el gusto de la época - siglos después-, prefería presentarlo como un personaje convulso y saturnal.

 

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Autorretrato de El Greco y Alegoría de los Camaldulenses

 

¿También lo era El Greco?  Por supuesto que no. La maestría de su concepción anatómica, sus escorzos imposibles, esos personajes dislocados, descoyuntados, y ferozmente recompuestos en la imperiosa convergencia hacia un vértice, rubrican la vibrante libertad formal de un artista que ya no quería ser un artesano, que peleaba cada ducado en la consideración de sus obras y a quien poco le faltó para hacer un corte de mangas al intratable Felipe II y a toda su corte.

Esa libertad formal, en plena España de la Contrarreforma, antes que reprimir le lleva a acentuar sus desnudos apenas disimulados por la liviandad de las telas, a contravenir todas las normas estéticas de Trento, incluyendo palabras en hebreo y símbolos hebraicos sencillamente explosivos  -como en la Alegoría de los Camaldulenses-, a imponer su estilo más puro y genuino, íntimo y a un tiempo arborescente, en paralelo al crecimiento de las formas.

"Ese soy yo", parece decirnos el cretense a través de esos cuerpos dilatados hasta el paroxismo, "el que pinta y el que os mira". Y la mirada de Marías sobre el personaje atraviesa el espejo.

Solo en un punto me permito discrepar de su tesis, y es en el que afecta a su religiosidad. "Cualquiera que escribe sobre arte en esa época habla de pintura religiosa en cada párrafo" - afirma Marías-, "y en las 20.000 palabras de sus notas no hay una sola sobre religión". Olvida que en el estrecho círculo de amigos de El Greco en Toledo figuraba Benito Arias Montano, aquel que, aun siendo confesor de Felipe II e inspirador de su monumental Biblia Políglota, estuvo a un soplo de sufrir los hierros de la Inquisición por contravenir los dogmas de la Vulgata.

 

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Arias Montano y Felipe II

 

En sus tiempos de Roma, Montano  se afilió a la secta de la  "Familia Charitatis" -la Familia del Amor-. Seguían a un
Greco9maestro espiritual apodado Hiël (Luz de Dios), abominaban de las prácticas religiosas convencionales, fueran del tipo que fueran, y lo único que escuchaban era la "Voz de Dios" dentro de su propio corazón. 

Aunque Rekers los relaciona con los anabaptistas de Münster, sus rituales procedían de los monjes ortodoxos del monte Athos, y es posible que fray de León, otro de los amigos de El Greco, se contara entre sus adeptos. Si el cretense ya vivía en un distrito sospechoso, del que no se mudó ni en sus tiempos de mayor fortuna, curiosamente a un paso de la Sinagoga del Tránsito. Si entre sus protectores e incondicionales se contaban ilustrísimos "marranos", como el Marqués de Villena o don Pedro de Castilla. Si uno de los más grandes sabios españoles del Renacimiento y precursor del pensamiento moderno, como Luis Vives, tuvo que emigrar a Bruselas, una vez que su familia fuera diezmada por la Inquisición,  su padre  quemado vivo y su madre, ya fallecida, desenterrada para someterla al mismo fuego, parece muy razonable que El Greco, fuera cual fuese su credo, se abstuviese  de manifestarlo por escrito, tal como hacía Montano incluso entre sus más íntimos.

 

 

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Autos de fe en la España De Felipe II

 

No en vano el lema de la Familia Charitatis venía a recomendar lo que sigue: El que anda entre hombres ha de tener la astucia de las serpientes".  El Greco la tuvo sin duda, no solo para medrar, sino también para mantenerse fiel a sí mismo hasta la última pincelada y el último suspiro. No solo dependía del juicio estético de un sanedrín de talibanes contrarreformistas. Al pairo, dictaban sus sentencias los letrados de los Tribunales de Sangre que veían en cualquier extranjero a un sospechoso de herejía, los meapilas que vigilaban las costumbres de los sábados de cada cual, y hasta las maritornes que husmeaban en el cocido de la vecina por ver si mojaban el prescriptivo corte de tocino rancio -atributo de los cristianos viejos-. Hasta Montano tenía que excusarse de los jamones que le regalaban sus enemigos en la Corte, alegando que era "vegetariano por penitencia".

Si en esa España del espanto y la sospecha cabe una posibilidad de que El Greco profesara algún credo con sombra de herejía, este pasa precisamente por esa sostenida tenacidad de no escribir ni una palabra al respecto en sus cartas. Lo decía con sus pinceles y aquí, ciertamente, que cada cual vea lo que quiera ver. Solo el Cretense sabía a ciencia cierta lo que pretendía contarnos y todo lo demás, como certeramente afirma Marías, remite a "un poliedro que se puede coger por cualquier cara". 

Este volumen excepcional contiene todas las esenciales. Se las debemos a las chicas de Nerea: desde esa barbacana de San Sebastián, allá donde rompe el viento del noroeste, nos han regalado el mejor volumen que podemos encontrar hoy y ahora en las librerías en torno a El Greco.

 

 

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